Me lié con una guarra
Relato enviado por Mariano – Cádiz
Yo estaba al tanto de que Diana era una «guarra», debido a que me lo había confiado Justo, mi más fiel colega. Pero a ella se la veía tan bien vestida, elegante y siempre perfumada, que empecé a dudar. Como mi objetivo carnal trabajaba en un banco, en el que yo había abierto una nueva cuenta corriente, empleé el mejor sistema para comprobarlo…
(Atención a los navegantes, entre los que no incluyo a los veteranos lectores de polvazo, porque a partir de este punto pueden sentir algo de repugnancia).
…Eché una buena meada en el retrete de la cafetería más próxima al banco. Me empapé las manos de orines y, luego me sequé, pero cuidando de que no se perdiera un ligero tufillo de mi piel…
Cuando llegué al mostrador del banco, llamé a Diana en privado. Nada más que la tuve ante mí, le acerqué las manos a la cara. Fue una acción muy rápida, que sólo ella y yo vimos.
La tía se quedó como extasiada. ¡Era una «guarra» de las que a mí me chiflan! Realizamos la comprobación que le pedí y, luego, le dejé una tarjeta para que me fuera a visitar a mi casa. Pero se hizo rogar un montón.
¡La puta que la cagó, si tuve que hacerme, a mis 34 tacos, un sinfín de pajotes pensando en ella!
La imaginaba de mil maneras, estando los dos en el cuarto de baño. Y debo reconocer que Diana me había puesto a caldo. Ya no esperaba que pudiera tenerla a mi merced, cuando apareció ante mí, en la misma puerta de mi piso. En seguida nos desnudamos y me entregué a apretarle las tetas. Cuando le titilé los pezones suspiró con ganas. Era una hembra rubia genuina, blanca como la leche y que olía a lavanda inglesa.
Se mostraba en apariencia impecable. Desnuda hubiera pasado el examen más riguroso de higiene; ¡pero era un «guarra», amén de toda una cachondona!
– ¿No se te habrá ocurrido pasar por el bidé, Esteban? – me preguntó maliciosamente, a la vez que atrapaba mi carajo-. Si «esto» no huele a pipí lo mismo me voy, aunque sienta ahora mi «papo» temblandito y moqueando..
Su amenaza iba en serio. La cogí por el cuello y di un tirón para que se agachara, porque era la forma más rápida de qui pudiera olfatear mi glande. Ella no sólo lo olió y lo examinó, si no que lo descapulló del todo. La escuché relamerse del gustazo que le daba el hedor que estaba percibiendo.
Al momento la puse de pie y la besé en la boca. Nuestras salivas hervían y nuestras pieles ya se estaban comunicando. Lo hacían a través de las gotitas de sudor. Lentamente, obedeciendo más a nuestros instintos que a la razón, fuimos retrocediendo en busca del cuarto de baño, sin dejar de besarnos y abrazarnos.
Sus rodillas, alternativamente, se frotaban con mis piernas, queriendo que nuestros genitales gozasen de la proximidad. En la misma puerta terminamos de desnudarnos. Estábamos a punto de reventar.
La senté en el bidé y supe, en aquel instante, que todos mis sueños se iban a hacer realidad. Cogí mi carajo con las dos manos y se lo serví.
Diana cerró los ojos al tenerlo entre sus labios, dando idea de que estaba satisfaciendo un deseo largamente conservado. Me lamió la cabeza del glande, el reborde y el pellejo recogido. Regueros de salivas se le escaparon por la comisura de los labios, como a una golosona que, ¡al fin!, puede comerse el pastel anhelado.
Mis cojones engordaron. Allí mismo me convertí en un torbellino: la follé en la boca buscándole el fondo de la garganta, y le vi dar arcadas y soltar más saliva; pero sus ojos relucían enloquecidamente.
La levanté del bidé, me senté yo en el mismo y, acto seguido, la atraje hacia mi, dándome la espalda. La mejor forma de hundirle el carajo por el furgón de cola. Diana culeaba endiabladamente, gemía y profería unos grititos ininteligibles. Se estaba «corriendo» y era de esas hembras que sueltan líquidos vaginales a raudales. Me embadurnó los cojones, el carajo y las ingles. Ante el temor de que nos quedásemos «pegados», la cogí por la cintura y, sin soltarnos de la follada, la llevé a la terraza.
Ésta se hallaba oportunamente cerrada con cristales y disponía de un rincón, que en su tiempo fue un gallinero. Allí la deposité, para continuar trajinándola. Su fandango era un conjunto de ventosas que se adherían a mi carajo. Tiré con fuerzas hacia fuera…
Conseguí soltarme, porque me llegaba el gran reventón. Eché mi semen sobre su cuerpo extendido, el cual se mantuvo quieto. Cuando finalicé me puse a carcajear…, ¡porque me dolían las ingles de tanto detener la gran meada!
¡Al final la meé! Realicé toda la operación con un deleite auténtico, porque Diana empezó a gemir suplicando que alargase al máximo la «lluvia dorada»; mientras, se agarraba a mis piernas, a mis muslos, para beberse los últimos chorros.
Le había «lavado» de semen, pero se hallaba muy encharcada… ¡y feliz con verse cubierta de mis orines!
De esta manera los dos formalizamos una relación obsesiva y «guarrísima”, que venimos manteniendo hasta hoy día. Nos vemos dos veces a la semana. No tengo necesidad de ir a buscarla al banco, ya que contamos con nuestro «corralillo», donde yo puedo dejar que reviente mi vejiga sobre su cuerpo… ¡Qué hermosa me parece Diana cubierta de mi brillante y goteante pipí!