Puse en acción a mi marido
Relato enviado por Emilia (Sevilla)
Juan Luis, mi marido, decidió intervenir en la follada… Se había acostumbrado, a que yo le contase lo que hacía con sus amigos, cuando lograba convencerles de que me la metiesen sin reparo alguno. Hasta que me cansé de mi papelito de mujer infiel y le impuse que estuviera presente, que entrara en acción pero nunca como un simple espectador.
Aceptó medio a regañadientes, hasta que se animó por la competencia. Se me había ocurrido coger los carajos de Mateo, el rubio guitarrista de un conjunto de rock y de mi marido a la vez. Me los estuve llevando a la boca indistintamente, sin conceder preferencia a una sobre la otra. Esto hizo que Juan Luis me dijera:
—Vamos a cambiar, nena. Se me ha encaprichado metértela en el culo. Ya que eres tan golfona, espero que a nuestro amigo no le importe el cambio. ¿Qué dices, chico?
—Eres tú el que mandas, tío. Yo me considero un invitado a esta fiesta. Por mí le puedes dar toda la caña que se te antoje.
El rockero era un «pasota» guapote, con una polla incansable y unos huevos como pelotas de billar. Curiosamente apenas estaban adornados con unos pelitos rubios. Pero lo que debí aguantar fueron las enculadas de mi esposo. Se diría que le había encabritado comprobar que el otro podía ganarle. Clavé bien los pies en el suelo y seguí mamando la polla de Mateo. La lujuria no me llevaba a perder el control.
La situación fue adquiriendo tal calibre que se hizo imprescindible utilizar la cama con las posiciones cambiadas. Me gustó. El rockero estuvo examinando el agujero de mi culo, lo ensanchó con dos dedos y, por último, introdujo la lengua para lubricarlo.
Sabía que era innecesario; pero siempre lo hacía y yo no iba a cambiarle la costumbre. A la vez me veía dedicando una felación a mi esposo, que me estaba ofreciendo un carajo más grande.
Al verme enculada moví el cuerpo y agité la lengua. El capullo que me golpeaba el paladar empujó mi lengua en un proceso de introducción. No le tenía miedo a la arcada, debido a que soy capaz de tragarme cosas más grandes. Me preparé para un brutal desenlace. La cosa echaba chispas.
Entre mis dos hombres se estaba dando esa rivalidad que me beneficiaba por completo, al querer superar al otro. La enculada de Mateo se convirtió en un cunnilingus feroz y la felación que yo dedicaba a Juan Luis pasó a ser una «paja a la española», al introducirme su polla entre las tetas.
Levanté las piernas para recibir al rockero en el chochete y, al mismo tiempo, eché las manos hacia atrás dispuesta a recoger los genitales de mi marido. Pero éste pidió ser él quien me follase, a lo que Mateo no se negó. Entonces se produjo un momento mágico: iba a ser jodida de una nueva forma.
Con la pierna izquierda levantada, dejé que Juan Luis me la clavase de lado, torcida y arrastrando mis carnes. La penetración me dolió, hasta que conseguí adoptar la posición que aliviaba las presiones. Vino a ayudarme Mateo. ¡Excelente amante!
Su carajo descansó en mi cuello, luego en mi hombro izquierdo… Realicé un escorzo con toda la cabeza, para mamar aquel carnoso monolito. Esto me permitió «lidiar» a mis dos machos.
Así me fueron viniendo los clímax, que por un efecto de simpatía ordeñaron las eyaculaciones. La primera fue la del rockero, que me bebí mirando a mi marido.
Este se hallaba en la última fase del proceso de corrida. Me la soltó. Su esperma me regó el bajo vientre. Allí no había historias que contarles, sino cuerpos en acción dispuestos a disfrutar de los placeres sexuales…
Aquella fue una experiencia que nos llevó a repetirla con otros amigos, hasta que a mí se me metió entre ceja y ceja que debíamos hacerlo con una amiga. A Juan Luis le costó tragar la variedad del triángulo, a pesar de que él iba a ser el más beneficiado. Se intentó justificar de esta manera:
—Mira, Emilia, las tías sois unas cotillas… Bueno, tú no lo eres, pero te considero la excepción que confirma la regla… Tengo muy malas experiencias. Los tíos no se van del pico. Todos los que han pasado por aquí, pueden ser considerados por los vecinos como unas visitas…
¡Y dale que dale! Antes de que me concediera el «visto bueno», tuve que traer a otros dos hombres, que por cierto eran proveedores de la empresa en la que trabajaba mi marido. Lo que supuso, además de los consiguientes placeres sexuales, un evidente beneficio monetario para la casa.
Le invité a una cena en el mejor restaurante de Sevilla, precisamente una semana antes de que se clausurara la feria de abril. La chica elegida por mí era una azafata de la feria, a la que dije por teléfono, a espaldas de Juan Luis, que se presentara en el local a la hora de los postres. Tuvo que solicitar un permiso, para efectuar una radiante presentación…
Era pelirroja, peinaba con el cabello largo formando como cadenitas muy delgadas que le daban el aspecto de una hechicera. Además, vestía un modelo precioso azulado, con pequeños diamantes artificiales en las hombreras. Como era, y es, dueña de unas piernas largas y estupendas, se había calzado con unos zapatos de piel de toro de un tono plateado. Si a todo lo anterior añado un collar de perlas y un escote que dejaba ver la mitad de sus tetas…
Mi marido se quedó bizco, y ya sólo quiso que termináramos la cena. Yo le hice sufrir al pedir un cubierto para Judy, la pelirroja, pues la invitamos al mejor cubierto. Luego recorrimos el centro de Sevilla, sin hacer caso a los apremios de mi marido. Caminábamos como si estuviéramos «pasando» olímpicamente de él…
Esto supuso que se mostrara como salido al verse en nuestra casa. En seguida quiso desvestir a la amiga. Lo que impedí diciéndole que antes debíamos pasar por el cuarto de baño. Pero en éste no le dejamos entrar, porque primero «teníamos que arreglarnos las mujeres»…
Por cierto, Judy me pidió que nos duchásemos juntas. Me hablaba al oído; mientras, nos quitábamos las ropas. Su largo cabello rozaba mis hombros y me estremecí. Nunca lo había hecho con una mujer, pero habían sido muchas las que me hicieron estremecer y apretar los muslos para aquietar las vibraciones que acusaba mi clítoris…
La diestra de la pelirroja descendió hasta mis ingles, me acarició la vellosidad e introdujo dos dedos para tocarme ese botoncito que se hallaba revolucionado. Jadeé y cerré los ojos, al mismo tiempo que mi vientre se encogía…
—Desear a una mujer no es malo —me susurró Judy, a la vez que me cogía por la barbilla para hacerme girar la cabeza—. Mírame, por favor… No quiero que te entregues a mí como si yo formara parte de un sueño… Soy tan real como tú; y si he aceptado lo de joder con tu esposo es porque te amo, Emilia…
Su beso llegó en el momento que la estaba mirando. Ya no tenía miedo, ni siquiera reparo a poder considerarme una lesbiana. Era bisexual… Estaba naciendo a una realidad nueva de mi ser sexual. Seguimos abrazándonos y uniendo nuestros labios a la vez que yo protegía sus rojos cabellos, llamaradas de deseo, con un gorrito de plástico. No estuvimos mucho tiempo debajo del agua.
Cuando llegamos al dormitorio, Juan Luis había encendido más de cuatro cigarrillos, todos los cuales aparecían en el cenicero aplastados cuando sólo les había pegado dos o tres caladas. Me tomé el tiempo para sacar de allí el cenicero, abrir la ventana para dejar que se ventilara el ambiente y, por último, pedirle a él tranquilidad.
Una vez que desapareció el olor a tabaco, Judy se desnudó, las persianas estaban echadas. Vi cómo aquella se acercaba a mi marido, le empujaba suavemente para que se echara en la cama boca arriba y después, le quitaba el pijama. El carajo brotó igual que un muelle o un resorte que convirtiera una regular masa de carne en un misil.
Ella lo besó en la punta y, poco a poco, se lo fue engullendo, hasta meterse casi todo. Me sorprendió; y procuré tumbarme muy cerca de las piernas de mi marido. Yo nunca había tragado tanta cantidad.
Judy me guiñó un ojo; más tarde, empezó a aplicar unos masajes por todo el vientre, las caderas y los huevos que se hallaban a su merced…
Juan Luis empezó a jadear, a buscar con sus dedos el cabello pelirrojo. Trepé por la colcha para besarle. Sin embargo, no quise perderme lo que mi amiga estaba haciendo. Repentinamente, dejó la felación y, con un salto o con un brinco impresionante, agarró el carajo con las dos manos y se lo llevó al chochete. Toda una acción simultánea con la cabalgada más feroz que he contemplado en toda mi vida, ni siquiera la superaban las vistas en las películas o vídeos pornos. Me volví a estremecer…
—¡Oooohhh… Tu amiga es una aspiradora viva… Me lo saca… y no puedo resistir… Ooohhh…. Ya me vieneeee…?
Eyaculó dando sacudidas con todo el cuerpo, al mismo tiempo que se agarraba amí como si me estuviera pidiendo auxilio.
Quedó agotado, rendido sobre la colcha. Entonces, Judy me llamó con una seña y con un gesto de lasciva complicidad. No sé por qué quise entender que ella se había cuidado de «rematar» a Juan Luis para quedar sola conmigo. Poco tiempo dispuse para estas cavilaciones, al verme abrazada y besada. Sin prisas, sin agresividad.
Si antes ella había sido con mi marido la amante que arrasaba, conmigo se hizo todo delicadeza. Acaso para darme idea de que yo era lo más importante, el ser al que necesitaba convencer de la firmeza de su amor. De esta forma me vi envuelta en un juego de caricias que me fueron encendiendo, igual que se avivaba una fogata con unos soplos de aire y mucha paciencia. Las llamas de mis deseos acabaron haciéndose voraces…
Por esta causa, al tenerla encima de mí, restregando sus tiesos pezones sobre los míos y encajando su pubis en el hueco del mío, me esforcé porque nuestros clítoris se tocaran. Tuve que efectuar unos movimientos casi imposibles por mi inexperiencia; pero Judy me ayudó. Supuso la llave que abría canales para que se trasvasaran mis caldos a los suyos…
No obstante, como habíamos empleado más de veinte minutos y la pelirroja era una hechicera, mi marido volvió a entrar en acción. Y así como estábamos, quiso follarnos a las dos. Lo consiguió a medias, hasta que la pelirroja se le volvió a ofrecer sin dejar de besarme y de tocarme.
Comprendí fácilmente que ella estaba pasando por aquel «trago» por amor a mí. Porque lo suyo con Juan Luis era todo «mecánico»: le facilitaba el goce sin entregarse del todo. Cuando se daba por entero era al hallarse conmigo.
Nos convertimos en amantes, con el consentimiento de mi marido. Al principio yo dejaba que él la follase, hasta que un día le dije la verdad.
—No vas a ponerle las manos encima, amor. Ella te acepta como medio para llegar a mí; pero cada vez le cuesta más pasar por este «sacrificio». No quisiera perderla. Déjanos solas… Si lo deseas, te puedo contar lo que hacemos…
Fue como volver a empezar, con la variante de que era yo la que lo proponía. Mi marido aceptó como buen cornudo… En la actualidad, pertenezco a dos seres humanos de distinto sexo, por separado. No sé a cuál amo más, ni me lo cuestiono. Quizá esto cambie. Ya lo sabréis, porque pienso volver a escribir al correo de polvazotelefonico para contarlo.