Dominatrix Madrid
Habíamos quedado para cenar un par de veces y desde el primer momento sentí que con él se me prendía esa chispa dentro, esa sed, esa hambre, esa complicidad que solo salta con algunas personas.
Sacaba la fiera que llevo dentro.
Aquella noche lo invité directamente a casa. Me preparé, tomando una copa de vino, subiéndome las medias negras, sin bragas, apretándome el corsé, tirando el batín negro de encaje por encima y calzándome los tacones de charol. Llegó puntual. No habíamos hablado de todo aquello, pero en el fondo, los dos lo sabíamos.
No hacía falta decir nada. Entró y me miró, de arriba abajo, con deseo contenido. Ladeó la cabeza. Le tendí una copa de vino y lo invité a seguirme hasta el salón.
Él tomó un sorbo de vino. Lo observé levantando la barbilla, pasando la lengua por mi labio superior y entreabriendo los labios. Le señalé con el dedo mi boca. Tomó otro sorbo y entendiendo a la perfección mis deseos, se acercó y derramó de su boca a la mía, abierta, el vino, rozando sus labios con los míos.
Lo agarré por el cuello y hundí mi boca en la suya, pasando mi pierna sobre las suyas y colocándome a horcajadas sobre su regazo. Lo miré desde arriba.
“Eres un chico muy obediente, me gusta”.
Lo llevé a la habitación, lo empujé sobre la cama y le ordené que se desnudara para mí.
Tomé sus manos, estirando sus brazos hasta el cabecero de la cama, donde lo sujeté por las muñecas con firmeza.
Después hundí mis dedos en sus muslos, subiendo hasta sus nalgas. Busqué su paquete, era grande, venosa, estaba bien dura para mí.
Él emitió un gemido, un jadeo seco, mientras se retorcía…
No había palabras. Solo miradas, gemidos, palpitaciones, gritos secos y manos estallando contra la carne, azotes, bofetadas, y un placer inagotable, insaciable, adictivo.
Aquella noche me dejó ser su dueña, su Ama…
Lo vejé, amordacé, amarré, pisoteé. Mordí su boca, le ordené cómo darme placer, lo abofeteé, jalé del pelo, disfrutando, jugando con mis manos, rodando por su cuello, entre su yugular y su esternón, jugando al placer, al dolor, a caer a un abismo insondable.
Disfruté infligiéndole dolor y viendo cómo se retorcía de placer, suplicando, pidiéndome más.
Aquella noche lo observé sudar, sufrir, llorar, sangrar… Y a cada instante lo sentí más vivo, como renaciendo, como reconociéndose, doblegándose para volver a encontrarse consigo mismo, a través de mí.
Y así descubrí mi naturaleza dominante, ser diosa, inmortal.
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