Jovencita caliente
Relato enviado por M.S.E
Quiero contaros, queridos amigos, mi última aventura del sábado pasado, las armas que empleé para conquistar a la chica más bonita del mundo y el calor que ella proporcionó a mi partes nobles.
La chica estaba plantada en mi línea geométrica. Esta jovencita caliente era alta, morena, delgada y parecía simpática. Tenía unas tetas de impresión. Mi polla aprisionada en unos pantalones vaqueros ajustadísimos, acusó su presencia con unos leves respingos. Yo “sujetaba” una barra de bar en una discoteca. Precisaba un desahogo sexual tremendo. Había salido cachondo de casa y cachondo continuaba.
Hice brebajes extraños, mientras al son de una música estridente, palmoteé dando brincos como un mono, intentando tener un poco de marcha. La intercepta se me acercó en solicitud de una bebida para compartirla entre los dos. Me rasqué la chorra y puse en mis labios el esfuerzo de una sonrisa. También puse un chorrito de ron negro en un vaso, tres cubitos de hielo y un poco de soda.
Tras el primer sorbo, la tía me dedicó una mueca acompañada de un prolongado desmayo de ojos, y aseguró que también estaba dispuesta a compartir conmigo el humo de un cigarrillo. Pero yo, como no fumo, no disponía de material y además lo único que deseaba en ese momento era compartir una amplia cama con ella. Sin embargo, me busqué la vida entre la clientela y conseguí el pitillo solicitado. Seguimos bebiendo.
En un movimiento de ella para colocarse bien la falda excesivamente arrugada, se le provocó un vómito en el escote y quedé en éxtasis ante la contemplación de aquellas palomas de la paz. Otra vez mi nabo se esforzaba en salir de las apreturas braguetiles. Me gustaron sus pezones, porque tenían cicatrices de mordiscos. Y a mí me va la marcha.
Pedí otro ron-soda, esta vez sin hielo, y casi no le di tiempo al camarero a dejarlo sobre la tarima de madera barnizada de carmín. El, muy diligente, pero también muy avispado, revoloteaba continuamente a nuestro alrededor, pues había adivinado nuestra cachondez y temeroso estaba de que comenzáramos a meternos mano ante la concurrencia sin precaución alguna.
Pero no fue así, porque la hembra se disparó en confidencias rosas: Había estado sentimentalmente unida a un italiano que regentaba un restaurante en no sé que lugar de Europa. Pero el italiano en cuestión, como muchos italianos, era un bisexual completo y cierto día se enamoró de un seminarista con dotación masculina exuberante y largáronse los dos en un buga a la hora melancólica de un atardecer romano.
A esta jovencita caliente debía de gustarle sobremanera el italiano porque al hablar de él se tocó varias veces el coño, algo que a mí me obligó también a restregarme la bragueta una y otra vez. Mi verga estaba engordando por segundos. Pensaba en la picha del seminarista, en los ardores del italiano y en las irrepetibles posturas eróticas que yo hubiera podido practicar con los tres, y no suspiré, como podía haber hecho, sólo lancé un bufido de cachondez.
No aguantaba más. Pero la jovencita caliente continuó con su historia lacrimógena. Se vino a Madrid y aquí llevaba varios años fornicando con un chino que se dedicaba a vaciar las máquinas tragaperras.
El oriental se había levantado cierta tarde con mal sabor de boca y al no tener pasta dentífrica a mano, la zurró de manera infamante. Ella se largó de casa y se metió en una pensión con derecho a retrete compartido. A mí no me ha gustado nunca ver llorar a una chica. Tengo en esos casos un corazón de mantequilla y me derrito cuando veo el salitre fluir de unos ojazos azules maravillosos.
Me acerqué a ella un poco más y endiñé unos golpecitos maestros a las pechugas de sus palomas. Se puso roja y humedeció sus labios con saliva incitante. Sin más dilación, enganché su mano y me la puse en la bragueta. Se asustó ante el tamaño de mi masculinidad, pero continuó con su manita pegada a mi caliente región sexual. Y la apretó.
Casi me desmayé de placer. Por enésima vez, mi polla volvió a respingar. Se perdió mi mano por debajo de su falda. Estaba más húmedo que un huerto recién regado. Volvió a enseñarme la lengua. Yo hice lo mismo y nos besamos. Entrelazados en un abrazo apretadísimo, comenzamos a movernos, mejor dicho, a restregarnos al son de la música. Pimpam pum toma lacasitos. Nuestro movimiento nos llevó hacia la pista de baile y poco a poco, desde ésta, a los lavabos de señoras.
Una espléndida propina a la encargada de ellos, dos palabras agradables con la promesa de precaución absoluta y la cabina más amplia de esos lavabos se abrió plenamente a nuestros propósitos, a nuestra cachondez.
Yo alcé su falda, ella bajó mis pantalones y los dos a un mismo tiempo juntamos nuestras zonas sexuales. El calor de mi polla se mezcló con el fuego de su vagina.
Jugamos a darnos placer mutuamente. Mi verga encontró el hueco perfecto para rebajar la calentura que me había traído a mal traer durante toda la noche. La jovencita caliente sabía follar mejor que yo. No tuve tiempo de estimularla, porque, en realidad, ella estaba más estimulada que yo. Sus movimientos se acoplaron perfectamente a los míos y mi rabo soltó sus jugos casi en un decir amen.
Mi corrida principesca inundó su vagina y después de haberme descargado por completo, quise relamerle aquella melosidad que mi cipote había trasladado tan majestuosamente.
Ella, encantada de ello, subióse a la taza del retrete, y abierta de piernas cuanto le permitió el tamaño de la taza donde suelen apoyar sus hermosos culos las señoras visitantes de aquellos lavabos, me ofreció el mayor tesoro femenino, húmedo aún de sus jugos y de mis lechosos derrames.
Yo continuaba tan ciego de amor, tan ansioso de disfrutar que, sin reparo alguno, sin remilgos de ninguna clase, me tragué cuanto allí había y relamí sin descanso alguno la verticalidad de aquella hembra que, a fuerza de lametones y relametones, se volvió a correr en mi propia boca. ¡Qué felicidad por Dios!”.